Los continuos escándalos en torno a la seguridad alimentaria evidencian la preocupante situación a la que han conducido la práctica agrícola industrial y los sistemas de producción, procesado y comercialización dominantes en nuestros días.
Como consumidores nos preocupa la seguridad de los alimentos que llegan a nuestras mesas y exigimos que la administración pública vele por nuestra salud, regulando y supervisando las prácticas productivas y comerciales, a fin de evitar serios riesgos como los de hace unas décadas, vinculados al aceite de colza adulterado -Síndrome Tóxico- o los más recientes, relacionados con carnes hormonadas, con pollos criados con profusión de antibióticos, con huevos repletos de dioxinas, con el aceite de orujo con elevados niveles de benzopireno o el aún candente problema de la Encefalopatía Espungiforme, más conocido como “mal de las vacas locas”. Aunque tal vez a este último problema debería habérsele llamado “mal de la locura humana”, porque los responsables de la gran crisis alimentaria nunca fueron las pobres vacas; la responsabilidad hay que buscarla en las habituales prácticas de la ganadería actual, centradas en la búsqueda de máximos beneficios económicos al mínimo coste posible. Prácticas que, entre otras aberraciones, han consistido en alimentar a pacíficos rumiantes herbívoros con toda clase de despojos cárnicos, en una compleja trama de sobreexplotación que en ningún momento ha tenido muy en cuenta la salud de los animales ni la del consumidor final y que incluye el habitual uso ilegal de hormonas, como el famoso clenbuterol, o el abuso de antibióticos, y en la que están implicados tanto los ganaderos como los carniceros e industrias cárnicas, todos ellos amparados por ciertos políticos y responsables de la Administración que hacen la vista gorda e incluso autorizan sin más muchas de estas dudosas y fraudulentas prácticas.
Dejando de lado determinar de quién es la responsabilidad de la inseguridad alimentaria que vivimos, cabría preguntarse si no estaremos en realidad errando la dirección de nuestras preocupaciones. Está claro que queremos comer alimentos seguros, pero ¿Qué son alimentos seguros?
En teoría, serían aquellos alimentos exentos de riesgos para la salud -gérmenes patógenos, virus o sustancias tóxicas o cancerígenas-, pero, por el mero hecho de que los alimentos que ingerimos estén exentos de tales riesgos para la salud, ¿significa que son saludables?
Resulta evidente que existe una clara diferencia entre “seguridad alimentaria” y “alimentación saludable”. ¿O acaso un alimento tan “seguro” y que cumple todas las normativas higiénicas y sanitarias, como por ejemplo, cualquiera de los productos de repostería industrial (estilo “Bollycao”) que tan alegremente dan las madres a sus queridos hijos, puede considerarse un alimento saludable?
Las grasas saturadas, los productos muy refinados como el azúcar blanco y las harinas blancas o los aditivos químicos usados como conservantes o colorantes ¿pueden considerarse alimentos saludables?
E incluso, sabiendo como empezamos a saber la gran importancia que tiene para nuestra salud el introducir en nuestra dieta cotidiana abundantes frutas y hortalizas frescas, ¿son saludables las frutas y verduras cultivadas con profusión de abonos químicos, herbicidas y toda clase de plaguicidas a base de sustancias químicas de síntesis?
De hecho, cada día existen menos dudas sobre el importante papel que desempeña la alimentación en relación con la salud, los continuos estudios de salud poblacional y de hábitos alimentarios identifican sobre todo a la alimentación desequilibrada -a base de productos de baja calidad nutricional o desvitalizados- como factor de numerosos trastornos de salud y diversas patologías, la mayoría de las cuales suelen mejorar o simplemente desaparecer cuando nos alimentamos correctamente, dando prioridad al consumo de alimentos de origen vegetal y a productos de buena calidad nutricional, exentos de restos de sustancias tóxicas, como pesticidas, agroquímicos o aditivos de dudosa inocuidad.
Lo dramático de la situación en la que nos hallamos es que, justo cuando apenas empezamos a ser conscientes de que la alimentación resulta ser uno de los factores más decisivos en el correcto equilibrio y la buena salud, nos enteramos al mismo tiempo de que la mayoría de los abundantes alimentos que están a nuestro alcance ofrecen serias dudas en cuanto a su calidad; y, lo que es más grave, cada día son más claras las evidencias de que, tras la agradable y sugerente apariencia de los alimentos más cotidianos, se esconden serios riesgos para la salud.
Un tímido reflejo de tal situación lo podemos entrever en los continuos escándalos ya citados y en las constantes denuncias que a todas luces evidencian las consecuencias de formas de cultivo y cría de animales centradas en la búsqueda de máximos beneficios económicos al mínimo coste posible.
En la práctica, el problema quizás sea el que lo desconocemos casi todo sobre los alimentos que forman parte de nuestra dieta cotidiana y que tan despreocupadamente ingerimos. Ignoramos su procedencia, no sabemos nada de como han sido cultivados, ni de las modificaciones que han sufrido o de los aditivos que se les han añadido a lo largo del proceso de transformación o envasado, hasta llegar a nuestra mesa.
Ante todo, lo que debemos tener muy claro es que los objetivos prioritarios de la agroindustria (centrados básicamente en obtener como sea máximos beneficios al mínimo coste) sólo pueden conseguirse con prácticas “dopantes” similares a las utilizadas por algunos atletas de alta competición, por lo que resulta más que “normal” el enteramos del uso y abuso de hormonas y de sustancias químicas (ilegales en la mayoría de casos) que permiten que una ternera vaya al matadero -y a nuestro plato- en apenas seis meses, cuando lo “normal” es un mínimo de nueve meses; o del empleo de hormonas o anabolizantes como el “clembuterol”, que, aparte de dar un color más rosado a la carne, consiguen que el animal aumente un 20 % de su peso en los últimos quince días antes de ser sacrificado, simplemente acumulando agua, la cual -todo hay que decirlo- nos venden a precio de carne.
Paralelamente, en los cultivos hortícolas se repiten pautas similares, ya que se recurre corrientemente al uso del ácido giberélico -hormona vegetal de síntesis química- que, asociada con abundancia de abonos nitrogenados y de riegos, consigue por ejemplo, que las lechugas puedan cosecharse en apenas 50 días, en vez de los dos meses y medio o tres meses, que suele ser lo normal en las cultivadas según la Agricultura Ecológica (sin forzado químico). Aunque la nueva moda agrícola es la de los “cultivos hidropónicos”, que pueden ser considerados el summum de la agroquímica, ya que, mediante una sofisticadísima tecnología, se están cultivando numerosas hortalizas sin tierra. Ello es posible mediante unos canales plásticos repletos de fibra de roca que sirven de soporte de las raíces. Por tales canales se hace circular en permanencia agua “cargada” con todos las sustancias químicas que supuestamente la planta necesita para desarrollarse y producir el máximo rendimiento. ¿Debemos considerar los tomates, las berenjenas, los pimientos, las judías o los pepinos producidos sin contacto con la tierra, en cultivo hidropónico, como productos naturales o como productos sintéticos? Que cada uno lo valore.
Por otro lado, conviene que no nos olvidemos de que el último y más moderno factor de riesgo en la alimentación nos viene de los OGM -organismos genéticamente modificados-, como, por ejemplo, las plantas modificadas genéticamente para que toleren altas dosis de herbicidas o los salmones manipulados genéticamente para que, aparte de crecer más deprisa -comiendo “piensos enriquecidos” de dudosa procedencia-, alcancen hasta 20 metros de largo.
A todo ello hay que añadir el hecho de que no se puede forzar de este modo a plantas y animales sin mermar tanto su salud general como su vitalidad, por lo que, al forzar artificialmente sus procesos biológicos y metabólicos, se convierten en pasto de todo tipo de desequilibrios, plagas y enfermedades devastadoras, que obligan al agricultor o al ganadero a recurrir a altas dosis de pesticidas o antibióticos.
El problema (o los problemas) que plantea esta tendencia a maximizar la eficiencia y la productividad al mínimo coste es, en realidad, un problema de fondo más que de forma, puesto que, al final, la única preocupación o interés, tanto de los productores de alimentos como de los procesadores o de los distribuidores, está centrada únicamente en parámetros económicos, hallándose desbordados o aplastados por la constante presión de la competitividad atroz, en donde la única premisa válida es la de obtener la máxima rentabilidad posible al mínimo coste, sin tener demasiado en cuenta las repercusiones que de ello se deriven. No es preciso ser muy inteligente para darse cuenta de que tales prácticas de forzado sistemático de la producción de alimentos no son posibles en la práctica sin recurrir a plaguicidas, antibióticos y a todo un arsenal de sustancias químicas que dejan inevitablemente sus residuos, tanto en el suelo como en el aire o en la comida que llega a nuestros platos.
La inconsciencia generalizada ante esta situación nos induce a exculparnos e intentar tranquilizar nuestra conciencia pensando que las administraciones públicas, sanitarias o políticas hacen todo lo posible por perseguir los fraudes y evitar situaciones peligrosas para la población. Qué ilusos e inconscientes llegamos a ser y qué poco nos damos cuenta de que la mayor preocupación de políticos y gobiernos en general es procurar que los consumidores adquieran alimentos a bajo coste, para conseguir de este modo que puedan mantenerse estables los precios y los índices del IPC.
Lo más triste de toda esta historia es que, en apariencia, todo está bajo control, y ello es posible gracias a que, cada vez que salta a la luz pública un escándalo relacionado con cuestiones alimentarias, se pone en marcha automáticamente una formidable maquinaria, cuyo objetivo prioritario consiste en tranquilizar al consumidor mientras que, habitualmente, no suele mostrar excesiva preocupación por averiguar cual es el trasfondo del problema en cuestión.
¿Quién no recuerda el escándalo del “Síndrome Tóxico”? Oficialmente, el causante de la muerte de miles de personas y de las dramáticas secuelas de otros muchos miles fue el aceite de oliva adulterado con aceite de colza desnaturalizado y contaminado con anilinas. En la práctica, tal hipótesis nunca ha podido ser demostrada, mientras que las sospechas de que los afectados fueron sólo aquellos que consumieron ensaladas en las que, casi sin excepción, había tomates tratados con insecticidas órgano fosforados (fabricados por una de las mayores multinacionales de la química) fueron intencionadamente silenciadas o rechazadas e incluso se llego a destituir o a perseguir a todos los médicos y científicos que plantearon tal hipótesis. Peor aún, para que la única hipótesis válida, fuera la de que el responsable de tal síndrome era el aceite de oliva adulterado, a toda persona que padeciese los terribles trastornos relacionados con el “Síndrome Tóxico” que no afirmara (por escrito) haber consumido aceite adulterado, se la excluía de percibir posteriores indemnizaciones, habiéndose constatado algunos casos de personas que padecieron el “Síndrome Tóxico” y siempre habían consumido exclusivamente aceite de oliva de su propia cosecha.
Mucho más alarmante resulta aún el hecho de que sistemáticamente se oculte toda información que pueda poner en tela de juicio la pretendida y cacareada “seguridad alimentaria”. Aunque, por suerte para la opinión publica, en ocasiones se producen deslices que descorren momentáneamente algún que otro tímido velo, como es el caso, por ejemplo, del artículo publicado en Inglaterra por “The Gardian” el 21/8/01, en donde podemos leer: “Una memoria interna del gobierno alemán que filtró recientemente la revista “Der Spigel”, delataba que el seguimiento de los productos importados había revelado que seguía habiendo residuos tóxicos de pesticidas en frutas y verduras procedentes de España. Unos pepinos estaban “alarmantemente contaminados” y los residuos habían “alcanzado niveles que ya no podemos tolerar”. La última línea de la memoria era la más reveladora: “bajo ninguna circunstancia debe informarse al público”.